martes, abril 17, 2007

PSICOLOGÍA DE UNA CRISPACIÓN

Andrés Montero Gómez

Nunca en nuestra joven democracia la fractura entre los dos principales partidos políticos nacionales había llegado a tal nivel de visceralidad, de irracionalidad. Antes del atentado yihadista del 11-M, el Partido Popular tenía todas las expectativas razonables de hacerse con la Presidencia del Gobierno, así como los Socialistas de permanecer en la oposición. Rajoy y su equipo se preparaban para desembarcar en la Moncloa y Zapatero para consolidar a la tribu de sus nuevos socialistas ante la vieja guardia del PSOE. Ambos tenían en mente sus respectivos escenarios y adjudicaban una muy baja probabilidad a sucesos emergentes, que ni siquiera imaginaban, que pudieran truncar sus proyecciones de futuro. Quien más seguro se encontraba ante la estabilidad de la situación y, por tanto, quien más vulnerable podía presentarse ante cualquier variación del escenario era, evidentemente, Rajoy.

De entre los candidatos populares a la presidencia del PP, el que menos potencia electoral tenía era Rajoy. El encumbramiento de Mariano Rajoy a la cúpula del PP fue una decisión política muy personal de Aznar, sustentada en la convicción de que, tras dos legislaturas de gobierno con buenos resultados económicos y antiterroristas, los españoles iban a revalidar su confianza en el delfín que Aznar designara. El partido podía muy bien hacer oídos sordos al nepotismo si se consumaba sobre la premisa de conservar la Moncloa. El expresidente del gobierno hizo una apuesta sobre un futurible que él y todos a su alrededor consideraban seguro, la victoria electoral. Además, instalando en el partido a un candidato que, en principio, carecía de ambición personalista, garantizábase el patronazgo de Aznar desde las FAES y, en definitiva, se evitaba que el partido se apartara demasiado de la carta de navegación marcada por el estilo Aznar. De repente, tres días antes del horizonte previsto, los atentados desfiguran el paisaje social y Rajoy encalla en las elecciones ante Zapatero, viniéndose abajo todos los castillos de naipes.

Si tuviera que elegir entre la pérdida de la presidencia del gobierno para el PP o el impacto que esa pérdida tiene en las estructuras, en el subconsciente colectivo del partido, en su relación causal directa con el comportamiento político del equipo de Mariano Rajoy desde 2004, me decantaría inmediatamente por el significado que la derrota electoral tiene en el partido y en sus cuadros directivos. A mi modo de ver, la manera de interiorizar esa derrota no sólo determina la conducta desprovista de límites del PP hacia el PSOE, sino también que el Partido Popular cerrara filas acríticamente alrededor de su líder herido.

De haber sido cualquier otro popular quien pinchara ante las elecciones en 2004, presiento que hoy no estaríamos contemplando el espectáculo de confrontación que PP y PSOE nos están ofreciendo. Imaginen, por un momento, que Mayor Oreja o Rodrigo Rato hubieran sido el candidato popular a la contienda electoral. O incluso, que el PP hubiera presentado a Gallardón. Con el 11-M, el varapalo de la derrota en la carrera hacia la Moncloa habría sido importante; igualmente sensato es pensar que la gestión por el PP de las postrimerías del atentado yihadista habría sido tan desastrosa como fue; por supuesto, que el delfín elegido por Aznar en agosto de 2003 hubieran sido Rodrigo Rato o Gallardón no habría evitado que España figurara entre los objetivos preferentes de Al-Qaida por una guerra iniciada en marzo de 2003. Todos esos hechos noticiosos habrían seguido inundando los telediarios. Y sin embargo, la digestión posterior de la derrota no habría producido la descomposición conspiratoria, la degeneración antiterrorista, la perversión de la comunicación que desde entonces empapela el panorama político español.
Que sean Rajoy y su equipo quienes personalicen la deriva de la política nacional tiene su explicación. No es que Rajoy carezca de cualidades como director de orquesta. Obviamente, a partir de una derrota inesperada, contra todo pronóstico, ligada por buena parte de la población a una decisión emanada de PP como la guerra de Iraq, cualquier otro dirigente del partido habría puesto de manifiesto conductas no sólo de oposición, sino de hostilidad hacia el adversario beneficiado por el curso de la historia, el PSOE. Que haya sido Rajoy en particular explica todavía mejor que se hayan traspasado todas las líneas rojas y los diques donde antes los políticos se detenían.
El problema con Rajoy es que era producto del pecado original. Había sido elegido por Aznar aplicando el derecho de pernada en una coyuntura favorable. Cuando los yihadistas del 11-M aparecen en escena asesinando, también descuartizan el escenario de seguridad sobre el que Aznar había construido el delfinato de Rajoy. Ya deja de existir la red de bienestar sobre la que Rajoy podía desplegar una legislatura durante la que construir un proyecto atractivo a pesar de su débil perfil electoral. No sólo desaparecen las condiciones favorables que Aznar había tejido y que le habían servido para arriesgarse por la plana continuidad de Rajoy antes que por la personalidad de otros, sino que el PP es desalojado del gobierno por una ciudadanía que culpa a Rajoy como si fuera la viva encarnación de Aznar. Así las cosas, Rajoy se encuentra injustificado como líder ante su propio partido, pero también como la figura que por extensión recoge la desaprobación social sobre la guerra de Iraq y los atentados y, por si fuera poco, dotado de un potencial de alcanzar la presidencia del gobierno tendente a cero. Los atentados del 11-M convierten a Rajoy en un político amortizado.
Es razonable conjeturar que los estrategas del PP tuvieron que valorar, en su momento, si convenía dejar a Rajoy como cabeza visible de la oposición durante los cuatro años de gobierno socialista hasta el 2008. No era una decisión complicada. La opción de mantener a un dirigente amortizado al frente del PP en esta legislatura no tiene más que ventajas. Además, desde una perspectiva personalista, tanto para Rajoy como para su equipo más próximo es la mejor apuesta. Ya no tienen nada que perder, por muy mal que lo hagan, por muy agresivos que sean, por muchos puentes que derrumben y umbrales que crucen. Nadie espera que ganen en 2008, por lo tanto pueden quemar hasta los símbolos más sagrados. Si en ese camino de acoso al PSOE lo erosionan lo suficiente como para dejarlo en debilidad ante las convocatorias electorales, tanto mejor. Incluso, si logran que la política de la crispación, la conspiración, la ruptura y la sospecha permanentes, haga descender la confianza ciudadana en Zapatero hasta tal punto que parte del electorado de izquierda se quede en casa el día de los comicios para otorgarle una mayoría simple al PP, habría sido la resurrección de Rajoy desde sus cenizas. El PP vencedor en minoría no gobernaría probablemente ante una coalición de izquierdas, pero Rajoy podría ceder el testigo con honor al siguiente postulante del PP. El perjuicio para el actual equipo del PP con esta estrategia es, en cambio, mínimo. Hasta cierto punto, muchos ciudadanos incluso comprenden que los dirigentes del PP se comporten con ese rencor, después de cómo salieron de un gobierno que se les escapó entre las manos. Si hay que desgastar a Zapatero aún a costa de un tótem como la política antiterrorista no hay problema, porque si se consigue derribar al socialista siempre habrá tiempo de recomponer o de diseñar otra estrategia contra ETA y si no Rajoy se retirará indefectiblemente para dar paso a otro candidato que tratará de comenzar de nuevo. La memoria política es frágil.

No sólo el Partido Popular de Rajoy tiene pecados originales. Si así fuera, sería tan sencillo responsabilizarle exclusivamente de tan encrespado momento político que no tendría sentido, siquiera, analizarlo. Además, por su propia naturaleza, los fenómenos sociales no suelen responder a factores unidireccionales aislados, sino a la interacción de varios elementos en escenarios que acostumbran a ser tan complejos como para resistirse a intentos de explicación de barra de café.
Las elecciones generales de 2004 cogieron a todo el mundo con el paso cambiado. Como dijimos, el PP esperaba ganar y los Socialistas se habían resignado a perder, aunque obviamente nadie lo confesará nunca. En cierto modo, cada cual estaba contento con su posición. Rajoy dispuesto a traducir su elección a dedo en un ejercicio de liderazgo sobre hechos y logros, y Zapatero a consolidar su, todavía imberbe, secretaría general a lo largo de una legislatura de concienzuda oposición al gobierno. No olvidemos que José Luis Rodríguez Zapatero había sido nominado candidato de su partido a la presidencia del gobierno únicamente dos años antes, en un intento del PSOE de superar la llaga sangrante de liderazgo por la que atravesaba el partido desde que se marchara Felipe González, herida que había supurado en abundancia con las primarias de Joaquín Almunia y Josep Borrell. Tal es la tesitura en la que Zapatero llega al gobierno de España, sin esperárselo, sin tener una previa y madura estructura de gobierno en el partido, con los históricos del PSOE desubicados, con la necesidad de tomar las riendas del país sin haber fermentado lo suficiente en liderazgo interno.
Con el PP desorientado por la derrota electoral y una ciudadanía que vinculaba, aun de manera implícita, el atentado yihadista de Madrid con la implicación española de Aznar en Iraq, lo primero que hace Zapatero al llegar al gobierno es retirar a nuestros soldados del Golfo Pérsico. Y lo hace sin esperar al plazo que él mismo se había marcado (el verano de 2004), todo en un ejercicio de lo que habrá sido su sello político personal durante toda la legislatura que acabaremos: situar las convicciones por encima de los tiempos e, incluso, de las convenciones. La retirada de nuestros ejércitos de Iraq visibiliza aún más ese runrún social que adjudica la responsabilidad de los atentados del 11-M a la (contraproducente) gestión política del PP. Al mismo tiempo, esta retirada separa ostentosamente a España de los EEUU en política exterior, como si Zapatero no sólo dejara de levantarse al paso de la bandera americana sino ni siquiera le preocupara si ondea o no. El viraje en política exterior debió de acrecentar el sentido de aislamiento e incomprensión que el pasmado equipo de Rajoy sentía en aquellos momentos. Ese sentir atónito del PP debía de magnificarse todavía más en cada reunión de maitines de aquellos meses, en donde los Populares autojustificarían su hostilidad hacia el PSOE en base al argumento de que los Socialistas habrían aprovechado cada minuto entre el 11 y el 14 de marzo para transmitirle a la población el mensaje de que no sólo los atentados estaban vinculados a Iraq, sino que además Acebes y Rajoy estaban maquillando la situación respecto a la autoría de los asesinatos.
A Rajoy y al propio Acebes, haciendo síntesis en Zaplana, no les ha quedado más remedio que continuar defendiendo la hipótesis de la conspiración del 11-M para mantener la justificación de su oposición hostil y descarnada a Zapatero desde entonces. Esa conspiración no tiene por supuesto valor probatorio alguno, ni siquiera político, sino esencialmente psicológico, para el partido y para sus votantes. La conspiración, asumida e interiorizada, descarga al PP de la autopercepción de responsabilidad por lo ocurrido el 11-M, permite proyectar toda la hostilidad necesaria hacia Zapatero acusándole de manipulador y, en suma, introduce en torno al Partido Popular una dinámica de victimización que psicológicamente le legitima, dentro del propio grupo y ante su propia gente, para defenderse con todos los recursos a su alcance, sin piedad. Ésa es una de las claves de este momento de crispación.
Con la hostilidad ya anclada en el PP y con la percepción por Rajoy de que si no desgastaba a Zapatero lo suficiente durante cuatro años como para tener opciones de ser presidente del gobierno en 2008 ya estaría amortizado en su partido, Zapatero se lo ha puesto fácil. No sólo se ha mostrado provocador Zapatero en política territorial, por ejemplo, sino que ha avanzado en cuestiones, como los derechos civiles, que tocan la médula identitaria de buena parte de la masa de votantes del PP. El matrimonio entre personas del mismo sexo, la apuesta por la educación laica y, sobre todo, la paulatina reconceptualización de la nación española hacia el Estado español (término que los Socialistas repiten como un mantra) son, para muchos Populares, bacterias políticas incompatibles con su ADN. Esas cuestiones sociales han animado, aún más, a quienes se sentían víctimas políticas dentro del PP a cargar sin miramientos las tintas sobre Zapatero. La guinda ha sido, como es apreciable, la política antiterrorista.
Al PP de Rajoy sólo le faltaba que Zapatero pasara a fjgurar en la wikipedia como el presidente que llegó a poner fin al terrorismo de ETA. Legitimados psicológicamente que se sienten en el PP, como víctimas autonominadas de la impiedad socialista, para hacer todo cuanto esté en su mano por desalojar a Zapatero de La Moncloa, la estrategia antiterrorista es el campo políticamente más sencillo de manipular pero, por contrapartida, aquél con el que más ciudadanos están sufriendo. Es muy sencillo trasladar a el miedo a la población, como ya sabemos. Es más sencillo, todavía, cuando lo que se utiliza como sustrato de inquietud es un proceso de negociación con ETA en donde la parte gubernamental que negocia no puede expresarse con claridad. En España, es sencillo sobredimensionar el miedo ligándolo a la ruptura de la nación, sobre todo cuando desde el otro lado están pronunciando el mantra Estado español. El problema con todas estas maniobras de desalojo de Zapatero es que tienen consecuencias laterales, algunas graves, algunas indignas.
Quienes más directamente están recibiendo uno de los agravios más insensatos de estas operaciones de guerra sucia entre partidos políticos son las víctimas del terrorismo. Las asociaciones de víctimas, que en contra de lo que muchos intentan execrar están compuestas por ciudadanos que tienen derecho a expresarse con el perfil político que les venga en gana, se han ligado o han sido ligadas por un lado a la variante conspirativa del 11-M y por otro a la negociación con ETA. La sinrazón ha llegado hasta tal punto que una asociación cívica, como el Foro de Ermua, que ha utilizado su derecho legítimo de cuestionar al gobierno por sus decisiones con respecto al terrorismo de ETA, está siendo denostada hasta tal punto que el ayuntamiento de Ermua ha pedido que dejen de usar el nombre de esta villa. Los ciudadanos liberales y progresistas, y por tanto sus agrupaciones del signo que sean, están obligados a cuestionar a sus gobiernos. Eso, y no simplemente votar, es la democracia. El valor más preciado del progresismo liberal es la crítica, ejercerla y aceptarla. Es incomprensible, si no se mira desde el especial contexto de la lucha más psicológica que política entre PP y PSOE, que nueve concejales progresistas de la localidad vasca pidan la liquidación nominal del Foro de Ermua. Si vinculamos mentalmente esa imagen de los nueve concejales del PSE votando para quitarle su identidad al Foro, con la arenga de un reconocido librepensador como Savater micrófono en mano ante el Ministerio del Interior, nos daremos cuenta de que algo más personal y partidista que político está pasando en la escena española. Algo que no nos gusta.

(publicado en El Correo, 12 y 13 abril 2007)

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