domingo, octubre 28, 2007

LA BANALIDAD DEL MAL

Hay personas que son violentas, pero que también son normales. Nos puede parecer anormal que un hombre, aunque joven, insulte y propine una patada en la cara a una muchacha, sin conocerla, de repente, sin haber interactuado con ella previamente, en el interior de un vagón de metro, a plena luz del día y con otras personas observando. Sin embargo, en el mundo de ese hombre lo que hizo es normal, está justificado. Con independencia de su historia personal, de la que es producto exactamente igual que todo el mundo, ese tipo de agresor es una persona sin trastorno o desviación psicológica que le haga irresponsable, sin enfermedad mental o cualquier otro compromiso de su integridad mental que le separe de la realidad que, más o menos, conocemos todos. Al igual que los educados oficiales de las SS de Hitler, que cumplían funcionarialmente con el Holocausto por las mañanas y se retiraban a escuchar a Wagner y a querer a sus hijos al calor del hogar por las tardes, ese hombre puede hablar por teléfono y patearle la cara a una persona, al mismo tiempo.
Tratar de justificar determinados tipos de violencia en función de trastornos mentales es una práctica muy de psicólogos y psiquiatras, también de alguna parte de la población, pero que se concilia muy mal con los hechos de quienes realmente padecen una enfermedad mental. Atribuir la causa de los actos viles a anormalidades de quienes los cometen es un mecanismo de defensa psicológico que nos protege de identificarnos con los agresores. Nos decimos que, puesto que tienen un trastorno, ya no son como nosotros y, precisamente, ahí está la explicación de por qué se comportan con maldad. Sin embargo, déjenme decirles que el mal no suele responder a ninguna patología, sino a la más vulgar de las normalidades.
Alrededor del 1% de la población mundial está diagnosticada de un trastorno esquizofrénico, ese tipo de dolencia mental que está más comúnmente asociada con el concepto popular de locura. Haciendo cálculos simples, es asumible que en España hay 400.000 ciudadanos enfermos de esquizofrenia. Si a todos los delincuentes les presuponemos un trastorno mental, no estamos entendiendo la relación entre enfermedad mental y violencia, que es muy baja. Aunque la esquizofrenia no sea, por supuesto, el único trastorno mental que podemos tomar en consideración, tengan en cuenta que entre algo más del 80% de los esquizofrénicos no tienen relación con la violencia, no se comportan violentamente. Por tanto, no hay vinculación causal, a priori, entre violencia y esquizofrenia, salvo casos muy particulares de esquizofrenia, generalmente del subtipo paranoide, que hay que evaluar individualmente.
En violencia no importa si una persona padece tal o cual trastorno, lo relevante es saber si el mundo construido por un individuo en función del trastorno tiene algún tipo de incidencia causal de peso para considerar que su responsabilidad en el comportamiento agresivo está disminuida o comprometida. A riesgo de equivocarme, no parece el caso de un individuo que patea la cara a una muchacha después de insultarla, mientras habla por teléfono sin que ni su lenguaje corporal ni otras señales apunten a que está bebido. A propósito, el alcohol no exime de la responsabilidad en la violencia en la inmensa mayoría de los casos, pues es utilizado por los agresores como un facilitador de la violencia que ya anida en sus mentes y que ellos quieren practicar.
Tampoco importa demasiado el relato de penalidades familiares de un individuo para explicar o justificar la agresión a una muchacha en un tren. Es muy fácil de entender. La pregunta no es por qué un hombre con un historial de alcohol, violencia y desestructuración en su familia de origen se convierte en un individuo agresivo que patea caras mientras habla por teléfono y después quiere cobrar de las televisiones por contar sus peripecias. De ningún modo. La pregunta, la aproximación más honestamente científica a este escenario, es por qué otros cientos de miles de personas, en sus mismas circunstancias, no lo hacen. Y no lo hacen porque, a pesar de que han sido expuestas a violencia en su infancia o son hijos de padres alcohólicos o ellos mismos se intoxican o roban, patear la cara a una muchacha en un tren entre insultos racistas requiere haber estructurado en la mente del agresor un discurso de normalidad sobre ese acto. Es decir, para el agresor del tren en Barcelona, es normal patearle la cara a una ecuatoriana porque considera, con toda seguridad, que tiene el derecho a hacerlo, que es un ser inferior al que imponerse, porque el agresor se siente frustrado y desadaptado de una sociedad en la que nunca ha querido participar, porque es más sencillo autocompadecerse y mucho más barato socialmente culpar al papá alcohólico o a la desestructuración familiar. El día que veamos a muchas personas que han tenido vidas difíciles, padres alcohólicos o familias desestructuradas patear las caras a las niñas en los trenes, empezaremos a pensar que hay una relación entre una cosa y la otra. Cuando lo hace un solo individuo o un grupito de ellos, me inclino más a pensar que lo hace porque quiere, eso sí, autojustificándose y mintiendo y mintiéndose sobre los motivos todo lo que pueda.... y todo lo que le permitamos.

(publicado en El Correo, 27 octubre 2007)

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