jueves, septiembre 21, 2006

SUICIDIO MACHISTA

Andrés Montero Gómez
El otoño es la estación estrella para los juzgados de familia. Después de un verano en donde esposos y esposas están expuestos a sí mismos, en donde se percatan que llevan todo un año, toda una vida junto a la persona equivocada, se suceden las demandas de divorcio. El otoño trae la caída de muchas parejas de hoja caduca. Algunas de estas separaciones son decisiones de una mujer que ha conseguido poner fin a la violencia que sobre ella ejercía un hombre. Otras son parejas fallidas.

Los asesinos de mujeres están tan activos en verano como en el resto del año. Pueden quitarle la vida a una mujer en cualquier momento, tras haberlas sometido varios años a tortura. A veces, después de un intenso proceso de dolor, de aislamiento, de profunda desorientación y vergüenza, una mujer encuentra una salida. No es necesariamente una cuestión de valor. Todas ellas tienen valor, las que escapan del alcance de un torturador y aquéllas que son despojadas de la vida por un asesino. La violencia produce, entre sus efectos perversos, una alteración traumática en los procesos de extracción de juicios y toma de decisiones en las personas expuestas a ella, sobre todo entre quienes han sido víctimas de una violencia sistemática. Las mujeres agredidas por hombres son sistemáticamente sometidas a violencia durante muchos años. Quienes, de entre ellas, consiguen iluminar una salida a la tortura lo hacen sumando el valor que tienen todas ellas a un instante de lucidez. Esa iluminación es el resultado de percibir que la salida es posible. Y esta percepción, el corolario de una combinación de factores que es única para cada mujer. A veces es observar que tus hijos están más en peligro de lo que ya lo han venido estando ante el torturador; otras veces, el desencadenante es una conversación con alguien que no te autoculpabiliza ni te hace sentir pequeña.

Algunos asesinos, tras dar muerte a una mujer, intentan el suicidio o lo consuman. El suicidio de un agresor machista es interpretado, en ciertas ocasiones, como el acto extremo al que el victimario recurre para evitar la sanción social después de haber cometido un asesinato. Casi siempre discrepo de este análisis para casos particulares, pero desde luego es erróneo como planteamiento general para explicar la conducta suicida de los agresores machistas.

Si tuviera que decantar una hipótesis sobre porqué algunos agresores se suicidan tras asesinar a una mujer, me basaría en lo que sustenta la violencia machista: la dominación. Casi todos los agresores matan a la mujer después de que ella haya decidido abandonarles. Es la pérdida de control lo que precipita el asesinato, y también el suicidio posterior. En violencias sistemáticas, el agresor machista ha construido su universo vital prácticamente alrededor de la dominación traumática de una mujer. Cuando es prolongado, el sometimiento de otro ser humano acaba convirtiéndose en el centro de la vida del agresor, es el referente que le otorga significado primordial a su existencia. Cuando desaparece ese centro, la vida pierde sentido para el torturador.

A quien le parezca “demasiado” esta explicación, que piense si no es demasiado humillar, insultar, coaccionar, aterrorizar y golpear a la mujer a la que aparentemente “amas”. Y hacerlo durante años, convencido además el agresor de que la violencia que ejerce está perfectamente aplicada, porque se cree legitimado para someter y dominar a una mujer, a “su” mujer. El común de los agresores no tiene demasiado reparo por la sanción social. Consideran que la sociedad les va a recriminar su conducta porque no les comprenden, que la violencia es algo que han tenido que utilizar como necesario en una relación íntima que desde fuera no va a ser adecuadamente entendida. El agresor sistemático de una mujer está convencido de que está haciendo lo correcto. No teme especialmente el juicio social, y no tanto la cárcel, como para suicidarse.

Si tuviéramos que plantearlo en general, el agresor de mujeres se suicida porque su vida ha dejado de tener sentido. El sentido de la vida de estos agresores era dominar a una mujer, hacerlo día a día. La ideología de dominación que origina y mantiene la violencia machista hacia la mujer también explica el suicidio de los agresores. Asesinan por machismo y se suicidan por él. No se sorprendan, Hitler también se suicidó ante la pérdida de su mundo de totalitarismo fanático, no porque pensara que estaba equivocado o temiera ningún juicio. El suicidio machista es una expresión más de la violencia hacia la mujer.
(publicado en El Correo, 29 agosto 2006)

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QUINTO ANIVERSARIO DEL ENEMIGO

Andrés Montero Gómez

El terrorismo yihadista apareció justo cuando el mundo necesita un nuevo enemigo. Después de cinco años de los atentados en Nueva York es difícil recordar el período de relaciones internacionales de la década de los noventa. Durante esos años, los noventa, el comunismo había desaparecido. Es cierto que el mundo se entretuvo en matarse en la antigua Yugoslavia y también que Iraq desencadenó una invasión surrealista en Kuwait, que propició otra guerra. Sin embargo, el enemigo uniforme e identificable, no existía en los noventa. Por tanto, fue una época de reorientación, cuando no sé sabía muy bien sobre que parámetros sustanciar las relaciones internacionales. Todos los organismos multilaterales estaban en crisis de identidad, los servicios de inteligencia se recolocaban hacia nuevas amenazas una vez extinto el comunismo y, en fin, se hacía complicado vivir sin tener miedo a un actor humano plenamente identificable. La deforestación o la crisis energética son riesgos mucho mayores a largo plazo que el terrorismo, pero no hay manera de que les cojamos miedo porque nadie de los que pueden empeñarse, y esa es una de las claves de este relato, se ha empeñado en constituirlo como enemigo global.

Asociar las relaciones internacionales al conflicto, a la confrontación, es deprimente. El ser humano no ha evolucionado aún lo suficiente como para basar sus intercambios principales, por ejemplo, en el fomento de sus derechos, esos derechos humanos. De momento, la violencia tiene que mediarlo todo. Y ahora tenemos un nuevo enemigo global al que enfrentarnos.

Las relaciones internacionales del siglo XXI son globales y la amenaza correspondiente también ha de serlo. Antes de los noventa, el comunismo era el Mal. A su alrededor, germinó la carrera de armamentos y una guerra fría sustanciada en la disuasión nuclear. El mundo era bipolar y, literalmente, se repartía entre un bando y otro, entre los buenos y los malos. Ahora es multipolar y necesitamos un enemigo en consonancia. En algún instante se ha intentando multipolarizar al enemigo, con el andamiaje de una columna vertebral del mal en cinco países, pero no ha servido. El eje del mal no tiene cualidades para ser un enemigo global porque está demasiado disperso, sus países no conforman entre sí una verdadera red colaborativa para extender el desastre por el mundo e, individualmente, son insignificantes a escala mundial (piensen, por ejemplo, en Bielorrusia, uno de los países del eje del mal estadounidense). El mundo de las relaciones globales necesitaba una amenaza global, pero no una cualquiera, sino aquélla que encarnara la atávica lucha entre el bien y el mal. Nos cargamos el planeta o las reservas energéticas, configurando una de las amenazas netas más claras para el futuro, pero como lo hacemos entre todos es más problemático encontrar culpables, por un lado, y buenos por el otro. Con el terrorismo global tenemos otras dificultades, pero no ésa de visibilizar al enemigo encarnado.

Hemos creado un enemigo más grande de lo que es y de lo que era. El yihadismo no es nuestra responsabilidad, por supuesto, pero lo estamos alimentando de alguna forma, de muchas formas. Si queremos que este quinto aniversario del 11-S nos sea útil, más allá de repetir las mismas vaguedades consabidas de estos últimos cuatro años, por lo menos vamos a hacer autocrítica, que es uno de los pilares del progreso.

Al-Qaida la hemos construido entre todos. De acuerdo, son fanáticos terroristas asesinos que aniquilaron a miles de personas en New York. Lo hicieron así porque tenían pocas dudas sobre cómo responderíamos. El terrorismo no es nada, no tiene impacto ni sentido, sin la respuesta del auditorio al que va dirigido su mensaje. Y nosotros les otorgamos cobertura mediática instantánea y en directo en todas las televisiones, años de páginas de análisis, testimonios y publicidad. Hicimos de Al-Qaida un actor global porque la reconocimos global. Si ahora un candidato anglopakistaní a yihadista abraza el terrorismo es porque es consciente de que, a resultas de una acción criminal, tendrá identidad global desde su vida anodina, significado e importancia mundiales.

Es cierto que no podemos hacer otra cosa de momento. Las torres gemelas en descomposición por aviones-bomba detonando contra ellas no pueden ser ignoradas en nuestro mundo intercomunicado. Sin embargo, debería preocuparnos que Ayman al Zawahiri, el lugarteniente de Bin Laden, difunda sus videos caseros y amenazantes por el mundo, de manera gratuita, sin contratar un solo publicista, y prácticamente en tiempo real. Ni siquiera un mensaje de Amnistía Internacional sobre los derechos humanos tiene una cobertura mediática tan rápida y global.

Nuestro mundo multipolar necesita un enemigo multifocal global y ya lo tenemos. Al final va a resultar que necesitamos una personificación del Mal para mantener vivo el Bien. Dentro de un error mayúsculo, a mi entender, el presidente Bush declaró la guerra al terrorismo. Los terroristas del yihadismo internacional están convencidos de que son soldados de Alá en guerra contra el infiel occidental, de manera que el reconocimiento de que son un enemigo a batir les ha venido perfecto. El yihadismo reconoce a los EEUU como el satán imperialista y, en reciprocidad, los EEUU conceden que Al Qaida es la encarnación del Mal. La guerra está servida.

Cada época histórica tiene los enemigos que nuestro propio grado de evolución es capaz de engendrar y mantener. Los imperios antes de la primera guerra mundial, los fascismos en la segunda, el comunismo en la guerra fría y, ahora, el terrorismo en la cuarta. Es una guerra porque hemos querido que lo sea. Si desde el primer instante hubiéramos etiquetado a Al Qaida como una red terrorista de delincuencia organizada, tal vez la imagen que un candidato anglopaquistaní a yihadista tuviera de ella sería distinta. Diferente ha de ser que todo el mundo te reconozca como un soldado de Alá a que te califique como un criminal global, sobre todo cuando tus motivaciones íntimas están labradas en un discurso religioso. Ahora ya es tarde y la imagen del monstruo está construida. A efectos de recursos contraterroristas hubiera sido igual luchar contra la delincuencia yihadista, salvo por la participación de los militares. Los servicios de inteligencia se habría involucrado igual contra Al Qaida, las policías del mundo impulsarían su cooperación y las operaciones conjuntas pero... si Al Qaida no es un enemigo en el sentido bélico es más complejo ligarlo a batallas en Iraq y Afganistán, a Guantánamo y al creciente papel del Pentágono en la lucha contraterrorista. Es muy natural que ante un enemigo, sea la milicia quien alcance protagonismo.

Es decir, por concluir con el relato, teníamos un fenómeno amenazante neto, hostil y muy nocivo para la sociedad. Ante ese fenómeno, debíamos emitir una respuesta, pero antes de emitirla, necesitábamos saber con qué nos enfrentábamos. Teníamos dos opciones principales: o bien respondíamos como si fueran criminales y nos enmarcábamos en la seguridad civil o bien lo hacíamos como si fueran enemigos y entonces la cosa ya se militarizaba. Elegimos la segunda alternativa. Como resultado, las relaciones internacionales, que siempre han estado llenas de guerra, actualmente están impregnadas de contraterrorismo.

Y ahora que ya tenemos la amenaza etiquetada como hemos deseado hacerlo, no tenemos más remedio que avanzar por la senda escogida. Igual que en una guerra, manejar el miedo de la población es fundamental, porque será ese miedo el que autorice medidas de seguridad draconianas, o excepcionales caso de que fuera necesario, y el que garantice que los gastos públicos en defensa y control se incrementen. Al final, todo va a acabar estando relacionado con el terrorismo: el petróleo, los transportes, la inmigración, la droga (los EEUU no hablan sino de narcoterrorismo), ciertos países díscolos.

Qué es el yihadismo.... una serie de musulmanes fanáticos con capacidad de inmolarse en atentados de gran impacto social, que han descubierto que tienen oportunidad de influir políticamente porque les estamos otorgando el poder de hacerlo.

(publicado en El Correo, 11 septiembre 2006)

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NATASCHA KAMPUSCH

Andrés Montero Gómez

Es significativo que estuviera secuestrada durante ocho años, pero todavía más que el secuestro se produjera cuando tenía diez, y que ahora tenga dieciocho. Antes de la pubertad y hasta la adolescencia tardía, el ser humano va acondicionando las bases de lo que constituirá su personalidad. En esa década del desarrollo, la personalidad se va conformando por diferenciación con el entorno, con los otros, y por interiorización de los límites que transmite la socialización, proceso de diferenciación que tiene precisamente su máxima expresión en la adolescencia.

El secuestrador de Natascha Kampusch se suicidó ante las expectativas de ser arrestado por la policía cuando la niña, a la que había mantenido cautiva durante casi una década, escapó. Ahora Natascha Kampusch quiere que se respete su intimidad. Entre el desorientador maremágnum mediático, Natacha nos está dando algunas pistas de cuál ha sido su estado psicológico durante estos años de cautiverio. Cuando ha tenido la oportunidad de escapar de su raptor, ha huido. Ella sentía que aquél no era su lugar. Sin embargo, allá adentro, en el agujero de su secuestro, los referentes son otros. A lo que tenía más miedo en ese aislamiento era a la soledad. Lo ha confesado ella. Quería estar con su secuestrador antes que permanecer incomunicada. Es decir Natascha tiene conciencia de que la década privada de libertad era una anomalía. No obstante, no desvelará detalles íntimos o personales de su relación con el secuestrador. Había algo personal.

Numerosa prensa y expertos ya se han apresurado a etiquetar su comportamiento actual como el síndrome de Estocolmo. A los humanos civilizados nos encantan las etiquetas. Una vez hemos encontrado el nombre para encerrar un comportamiento, nos tranquilizamos. Ya tenemos la explicación y entonces podemos pasar a otra cosa. Pero la realidad es más compleja que la simplicidad de nuestros cajocintos de nombres.

Natascha confiesa que su secuestrador formaba parte de su vida. Y formaba una parte tan importante como que en los años en los que el resto de niños están dedicándose a empaparse de comportamientos sociales a partir de los referentes paterno, materno y grupales, ella estuvo aislada y tomando como único referente a un criminal. Si tuviera que hacerme una impresión diagnóstica en la distancia, a través de sus declaraciones, diría que bastante centrada y orientada está la niña. Es cierto que, a nuestro oído de adultos libres, desentonan alguna de sus declaraciones, pero hay que considerar el marco en donde se están produciendo y, sobre todo, analizarlas muy bien.

No hay síndrome de Estocolmo en Natascha sencillamente porque es una niña. El síndrome de Estocolmo es una respuesta paradójica que se produce en adultos como consecuencia de la exposición a un trauma. Un secuestrado se vincula emocional, mentalmente, al criminal para adaptarse a la violencia que está sufriendo. Posteriormente defenderá al criminal y, más que defenderlo, comprenderá su conducta, comprensión que a los demás nos parece inaudita. En el caso de una niña de diez años, no obstante, la búsqueda de refugio y protección en el secuestrador no es paradójica sino completamente natural. Donde en un adulto la promoción del apego con el criminal sería paradójica, en un niño es el comportamiento más esperable. Tal certeza es incluso más rotunda cuando la niña, en este caso, ha padecido ocho años de aislamiento, durante la implantación de los cimientos de su identidad, en la etapa tan sensible de la adolescencia, con el único referente interpersonal de su captor.

Ella no quería que la hicieran daño y no quería estar sola. Durante ocho años construyó una relación personal con su secuestrador, relación que no le impidió huir de él en cuanto tuvo ocasión. Lamenta su muerte, como es natural. Ha crecido con él, ha entrado en la adolescencia con él, tuvo su primera menstruación con él, desayunaba y miraba la televisión con él. Nos parece una contradicción que se compunja ante la muerte del secuestrador o que declare que era una relación de iguales la que mantenían, pero que al mismo tiempo estuviera privada de libertad. De entrada, esa contradicción debería ser contextualizada en la interiorización que una niña tiene de la libertad, cuando ni siquiera muchos adultos conocen realmente el significado de este término tan complejo. La libertad de un niño no está relacionada con la toma de decisiones autónomas, como en los adultos, sino con el logro de prestaciones por parte de esos mismos adultos.

Es inaudito valorar las reacciones de Natascha Kampusch como si fuera una persona adulta privada de libertad durante casi una década. Ha sido una niña aislada y secuestrada por un hombre en el segundo período más crítico del desarrollo en un ser humano. A la luz de estas condiciones, el comportamiento que ha difundido la prensa sobre ella parece, incluso, maduro y sensato.

(publicado en El Correo, 1 septiembre 2006)

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